ARQUITECTURA
La Arquitectura ¿una de las Bellas Artes?
A diferencia de la pintura y la escultura, la arquitectura es un arte que necesita de la interacción de los seres humanos. Es un arte “habitable” que cumple con una función específica, más allá de la mera contemplación. En un sentido estrictamente utilitario, la verdadera arquitectura se piensa y se construye con un fin específico: brindar espacios donde vivir, trabajar, divertirse, viajar... la arquitectura no puede desligarse de un fin social porque, de lo contrario, sería una escultura. El tema es debatible, desde luego.
Sin embargo, ¿todo edificio concebido por un arquitecto es, necesariamente, una obra de arte? No. Para los griegos, el Partenón cumplía con un propósito religioso y social, por lo que es muy probable que quienes entraban a la Acrópolis y le rendían culto a Atenea no se detuvieran a pensar si ese edificio de mármol pintado de colores era, en sí, una obra de arte. Aquí entra en acción el paso del tiempo y los análisis posteriores que sobre una obra específica decidirán si un edificio puede considerarse, o no, una obra de arte
Arte y arquitectura
Queremos referirnos en este apartado a las relaciones que se establecen entre arte y arquitectura a lo largo de la historia y de cuáles son los vínculos que se establecen entre ellos, entendiendo que trataremos de arte en el sentido de artes plásticas. No cuestionaremos aquí la artisticidad de la arquitectura que, por otra parte, creemos fuera de duda. Trataremos en primer lugar del papel que desempeñan la pintura, la escultura, etc., en la arquitectura, para ver posteriormente cómo ellas, a su vez, se sirven del fenómeno arquitectónico para alcanzar sus objetivos.
Las relaciones de la arquitectura con las otras artes plásticas tienen su origen en la Antigüedad. Ya en Oriente Próximo y en Egipto era práctica habitual decorar los templos y las tumbas con relieves y pinturas murales, especialmente los interiores. En Grecia y en Roma la pintura mural y, en ocasiones, el mosaico formaban parte fundamental de las decoraciones de los interiores arquitectónicos. Con los Cuatro Estilos de la pintura pompeyana se crean por primera vez ilusiones visuales en las que los muros parecen abrirse a profundas perspectivas. La función que en el Románico cumplen los ciclos de pinturas murales y en Bizancio los ricos mosaicos parietales [FIGURA 1], la desempeñan durante el Gótico las vidrieras [FIGURA 2]. Una arquitectura en la que los muros se han reducido a la mínima expresión y en el que la luz es elemento fundamental, halla en las vidrieras un nuevo soporte para narrar las historias, las enseñanzas de la doctrina para la que ha sido creada. Ellas permiten, por una parte, la representación de las escenas deseadas y, por otra, incorporan el poderoso y sugerente elemento formal que constituye la luz.
Las pinturas ilusionistas pompeyanas tienen su continuación en las «quadrature», o pinturas ilusionistas[FIGURA 3] de perspectivas arquitectónicas surgidas durante el Renacimiento y llevadas a su perfección a lo largo del Barroco que, en ocasiones, además de una función decorativa podían tener como objetivo paliar o disimular defectos de la arquitectura que las acogía. En ellas se superan los límites físicos de la arquitectura real, ampliando indefinidamente los espacios a través de perfeccionadas técnicas pictóricas y de perspectiva. Leonardo da Vinci «abrió» la pared del refectorio del Convento de Santa María de las Gracias, en Milán, al pintar una Santa Cena cuyo fondo arquitectónico, con tres ventanas, es una prolongación de la arquitectura real del comedor del convento. En la misma línea debemos situar las pinturas de Miguel Angel en los techos de la Capilla Sixtina. Andrea Magtegna prosigue esta práctica con el óculo fingido de la Cámara de los Esposos del Palacio Ducal de la Mantua, en 1473. No obstante, la época de esplendor de la pintura ilusionista, «trompe l’oeil» o trampantojo, es el Barroco. No podemos dejar de citar las pinturas de Giovanni Battista Gaulli en las bóvedas de la iglesia del Gesú, en Roma, o las del padre jesuita Andrea del Pozzo para la iglesia de Sant’Ignazio en la misma ciudad. En esta misma línea debemos situar las pinturas de Francisco de Goya para la cúpula de la iglesia de San Antonio de la Florida, en Madrid, en las que unos personajes se asoman a la falsa barandilla que la bordea.
Con el advenimiento de los nuevos materiales industriales que propician un nuevo tipo de arquitectura, las superficies antes destinadas a recibir decoración mural desaparecen casi por completo, siendo sustituidas por grandes aberturas. Nuevos valores espaciales, volumétricos y lumínicos han sustituido a los que dominaron en otros períodos [FIGURA 4]. Sólo en contadas ocasiones la arquitectura actual da cabida a murales o paneles que, en la mayor parte de los casos, son considerados en función de su valor intrínseco, de la importancia del artista autor de los mismos, que a su significación en el conjunto del edificio. Dentro de esta tendencia, por la relevancia de los pintores a los que se realizaron los encargos, y sin abandonar el marco español, podemos citar los ejemplos siguientes: las bóvedas de Albert Rafols Casamada para la Sala de las Cuatro Estaciones del Ayuntamiento de Barcelona (1982), la cúpula de Miquel Barceló para el Antic Mercat de les Flors de Barcelona (1986), el techo de Lucio Muñoz para la Casa del Cordón, en Burgos (1986), o el de Antonio Saura para la Diputación Provincial de Huesca (1987).
Una somera alusión a los espejos como creadores de espacios de ilusión por antonomasia. Fueron especialmente utilizados durante el Barroco y el Rococó, y su función, amén de multiplicadora, es muy parecida a la desempeñada por la pintura ilusionista: crear un cierto grado de confusión acerca de los límites reales del espacio, de las verdaderas proporciones de un interior, con la repetición de unos mismos motivos decorativos reflejados y multiplicados hasta el infinito.
Refiriéndonos a la escultura [FIGURA 5] hemos de decir que gran parte de ella ha permanecido ligada a la arquitectura durante largos períodos históricos, especialmente hasta el Renacimiento, en el que podemos decir que se independiza.
A lo largo de la Historia del Arte vemos como relieves y esculturas se acoplan a las formas arquitectónicas, recubriéndolas, sustituyéndolas, adoptando incluso en ocasiones su función. Éste es el caso de las cariátides o estatuas femeninas portantes que suplantan o sustituyen las columnas, por ejemplo, en el pórtico del templo griego del Erecteión en la Acrópolis ateniense [FIGURA 6].
En la Edad Media, en los templos románicos y góticos, los relieves y las esculturas decoran la arquitectura y llegan a someterse totalmente a ella, hasta el punto de ajustarse perfectamente al marco o la forma en la que deben situarse, sea un capitel, una jamba de un portal o un tímpano. Las figuras representadas adoptan la postura que mejor se acomoda al marco que las de «contener». La escultura, arte que comparte su característica especial con la arquitectura, se independiza de ésta cuando consigue dominar el espacio, creando un cuerpo tridimensional, al tiempo que lo ocupa y lo desplaza. Una peculiar relación se establece con la arquitectura es el caso de las esculturas alojadas en hornacinas. Las hornacinas son excavaciones en forma de nicho practicadas en los muros del edificio, que proporcionan un espacio para una escultura.
Otro elemento formal de gran importancia para la escultura y al que ya nos hemos referido someramente, es la luz. La luz puede ser considerada desde varios aspectos: como factor funcional, que se limita a proporcionar claridad a un especio, a iluminar, incluso a definir de manera formal los límites del mismo; como factor simbólico, con una carga significativa, aprovechando sus intrínsecas posibilidades de sugestión para transmitir mensajes o estados de ánimo determinados; como factor capaz de crear escenografías. Estas características de la luz han sido especialmente puestas de relieve en determinados períodos históricos como el Gótico o el Barroco.
Si bien determinados elementos plásticos como la escultura, la pintura, incluso los espejos y la luz, pueden modificar la visión de una arquitectura [FIGURA 7], otros efectos proceden de ella misma [FIGURA 8]. Podemos hablar así de correcciones ópticas. Con este término nos referimos a aquellas modificaciones que se llevan a cabo en las líneas de un edificio con el objetivo de contrarrestar las deformaciones determinadas por la forma cóncava de nuestras córneas. Es conocido el caso del templo griego del Partenón, en el que tanto la base o estereobato como la cubierta o entablamento están ligeramente combadas para evitar el efecto visual contrario que experimentaríamos en caso de tratarse de líneas totalmente rectas. Los fustes de las columnas clásicas, asimismo, presentan un ensanchamiento de sus diámetros hacia la mitad de su altura, que se denomina «entasis», y que tiene como misión proporcionar la ilusión de perfecta ortogonalidad. Correcciones del mismo tipo podemos encontrarlas en la fachada principal de San Pedro del Vaticano. Además de correcciones, del estudio de las proporciones de los elementos de la arquitectura pueden obtenerse efectos ópticos ilusionistas o engañosos. Por ejemplo, en la Scala Regia del Vaticano, de Gianlorenzo Bernini, mediante una doble sucesión de columnas que disminuyen progresivamente de tamaño, se consigue que la escalera parezca más larga y majestuosa de lo que en realidad es. Efecto semejante se obtiene en la galería del Palazzo Spada, de Francesco Borromini, en Roma.
En las últimas décadas asistimos a un fenómeno contrario al expuesto, es decir, a la utilización por parte del artista plástico del hecho arquitectónico en su beneficio, tomándolo como soporte, como matera de trabajo y de experimentación. Los modos son múltiples y, entre otras posibilidades, pueden ir desde la simple utilización de la arquitectura como tema, como es el caso de los interiores de museos pintados por Miquel Barceló, o de las arquitecturas de sobrias columnatas de Anselm Kiefer, a la intervención en el espacio arquitectónico de una manera temporal, modificándolo.
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